Por Altagracia Pérez Pytel
Fotos: Martin Pytel
De Praga a Viena unos 300 kilómetros, aproximadamente. En una noche de este pasado invierno, me ha tocado la experiencia de recorrer esa distancia en auto. Mientas nos dirigíamos al Hotel donde pernoctaríamos, escuchando la radio, me detuve ante las canciones del folclor checo. Dominada por la dulzura que emanaban de aquellas voces algo rústicas, meditaba sobre las posiciones geográficas, los límites territoriales que definen los países, y lo que implica un cuerpo de personas agrupadas como nación, bajo una misma una lengua: alfabetos, letras y sonidos ancestrales; símbolos con fuerzas propias para prohijar un universo único, y diverso, al propio tiempo: la identidad que almacena un mundo tan complejo como es la Cultura.
Mi mente sin embargo, viajó de repente hacia lo que había encontrado en mi recorrido por Praga. En las calles cercanas al Reloj Astronómico Orloj, un músico callejero trataba de ganar su sustento imantando a los transeúntes, con su instrumento exótico que despedía para mí una música sigilosa, misteriosa. Un hombre con pelo gris y la frente y mejillas ya surcadas por arrugas y por ratos con aquella voz tan achicada en su lengua, recreaba un ambiente muy lejano.
Mientras que algunos turistas intrigados se asomaban a contemplar y arrojar sus monedas, -de repente comprendí-, que la voz del músico nos colocaba a muchas leguas de distancia, quizás a la India o a las tierras del desierto del Sahara. Una lengua expone la esencia de un pueblo, única y compacta, e incambiable, y alguien ya dijo como irrebatible verdad, que quien olvida su lengua, pierde su verdadera identidad. Pero la música no tiene límites, rompe todas las fronteras del tiempo, el espacio y transforma el espíritu.