Por Altagracia Pérez Pytel/ Fotos: Martin Pytel
Nos debatimos entre la imagen y el significado
la emoción y el símbolo;
el cerebro es una máquina que no descansa,
ante el shot de antiguos videos.
Sucedió en una de las calles cercanas al Museo de la emperatriz Sissí, en el centro de Viena. Caminábamos apresuradamente, entre el aluvión de gente que iba y venía, pues cercano al Mediodía, comenzó una llovizna que se tornaba perenne, y presagiaba con humedecerlo todo. Apremiados por guarecernos en algún café, restaurante o algún alero cercano, me distraía a veces observando los detalles arquitectónicos y los relieves de las esculturas de la Plaza de Stephansplatz.
Pero, en aquel apretujamiento de pasos, lo que menos podía yo imaginar, aconteció. Al compás de los murmullos en diversas lenguas y quizás subyacente, la premura y el único sentimiento de disfrutar los monumentos, esculturas y las plazas arquitectónicas vienesas, como de golpe, abriéndose espacios, apareció aquel grupo.
Y era como cuando de pequeňa, escuchaba a mi madre rezar y cantar:
“Bajó de los cielos, la Virgen María... Ave María... Ave María, Ave María....“
Detrás de él y su altoparlante en mano, un grupo de mujeres en coro, corroborando aquel canto ... „Ave María, ave María... „
Era un sacerdote joven que cantando, avanzaba muy resuelto por aquellas calles. Portaba una sotána larga, color negro, y detrás los feligreses, con aquella imagen tan diminuta, evocando a la madre de Jesús.
Yo me quedé absorta y por un momento también me encontré como ellos, cantando, a pesar de que continuaba caminando, mezclándome apresurada entre la muchedumbre.
Canté, sí, como cuando era una niňa y secundaba a mi madre, agradeciendo a la Madre de Dios, sus favores y su protección. Canté, y por un momento vi que algunas personas me observaban, algunas por supuesto no me entenderían, eran de otras razas, y quizás de otras religiones; otros en tanto caminaban o comían distraídos, quizás no se percataban, ni commprenderían aquel momento.
O tal vez, lo interpretarían como un hecho surrealista, pues de todas maneras era el elemento incidental, algo que trataba de encajar, -quizás de manera abrupta- en ese escenario de gente más dominadas en aquel momento, por el placer de los sentidos, el placer visual estético.
No supe quien era aquel sacerdote; no hubo tiempo para indagar, pero me pareció que de él y de esos feligreses, se desprendía un acto poderoso de voluntad, de su compromiso de comunicarnos su fe.
Fueron segundos veloces que abría a una experiencia única, un golpe de emoción y de luz, como los rayos de sol que irrumpían la tarde que ya llegaba, y era al mismo tiempo, un momento inapresable, pues así como aparecieron se marcharon: y de repente, era tan sólo una imagen disuelta en el horizonte, apenas un rastro, luego quizás una ilusión óptica para el resto y luego, la nada.
Aquella diminuta porcelana representando la madre de Dios, la Virgen María, conduciendo el entusiasmo de aquel grupo, tan sólo aquella miniatura, aquel pequeňo detalle, sobre la generalidad, y sobre el corazón y el cerebro, la emoción: la descodificación de la imagen y el símbolo; y fue entonces, lo que procreó para mí, el instante, lo mágico, lo inefable.