jueves, 18 de enero de 2018

La Imagen

Por Altagracia Pérez Pytel/ Fotos: Martin Pytel 

Nos debatimos entre la imagen y el significado
la emoción y el símbolo;
el cerebro es una máquina que no descansa,
 ante el shot de antiguos videos.  



Sucedió en una de las calles cercanas al Museo de la emperatriz Sissí, en el centro de Viena. Caminábamos apresuradamente, entre el aluvión de gente que iba y venía, pues cercano al Mediodía, comenzó una llovizna que se tornaba perenne, y presagiaba con humedecerlo todo.  Apremiados  por guarecernos en algún café, restaurante o algún alero cercano,  me distraía a veces observando los detalles arquitectónicos y los relieves de las esculturas de la Plaza de  Stephansplatz.

Pero, en aquel apretujamiento de pasos, lo que menos podía yo  imaginar, aconteció. Al compás de los murmullos en diversas lenguas y quizás subyacente, la premura y el   único sentimiento de disfrutar los monumentos,  esculturas y las plazas arquitectónicas vienesas, como de golpe,  abriéndose espacios,  apareció aquel grupo.  

Y era como cuando de pequeňa,  escuchaba a mi madre rezar y cantar:


“Bajó de los cielos, la  Virgen María... Ave  María... Ave María, Ave María....“

Detrás de él y su altoparlante en mano, un grupo de mujeres en coro, corroborando aquel canto ...  „Ave María, ave María... „

Era un sacerdote joven  que cantando, avanzaba muy resuelto por aquellas calles. Portaba una sotána larga, color negro, y  detrás los feligreses, con aquella  imagen tan diminuta, evocando  a la madre de Jesús. 

Yo  me quedé absorta y por un   momento también  me encontré como   ellos, cantando,  a pesar de que continuaba caminando, mezclándome  apresurada entre la muchedumbre.  

Canté, sí, como cuando era una niňa y secundaba a mi madre, agradeciendo a la Madre de Dios, sus favores y su protección. Canté, y por un momento vi  que algunas personas  me observaban, algunas por supuesto no me entenderían, eran de otras razas, y quizás de otras religiones; otros en tanto caminaban o comían distraídos, quizás no se percataban, ni commprenderían aquel momento.  

O tal vez,  lo interpretarían como   un hecho surrealista, pues de todas maneras era el elemento incidental,  algo que trataba de encajar, -quizás de manera abrupta- en  ese  escenario de gente más  dominadas en aquel momento, por el placer  de los sentidos, el placer visual estético.

 No  supe quien era aquel sacerdote; no hubo tiempo para indagar, pero me  pareció que de él y de esos feligreses, se desprendía  un acto poderoso de  voluntad, de su compromiso de comunicarnos su fe. 

Fueron  segundos veloces que abría a una experiencia única, un golpe  de emoción y de  luz, como los rayos de sol que irrumpían la tarde que ya llegaba, y era al mismo tiempo,  un  momento inapresable,   pues así como aparecieron se marcharon: y de repente, era tan sólo  una imagen disuelta en el horizonte, apenas un rastro, luego quizás una ilusión óptica para el resto y luego, la nada.

Aquella diminuta porcelana representando la madre de Dios, la Virgen María,  conduciendo el entusiasmo de aquel grupo, tan sólo aquella miniatura, aquel  pequeňo detalle,  sobre la generalidad, y sobre el corazón y el cerebro, la emoción:  la descodificación de la imagen y el símbolo; y fue entonces, lo que procreó para mí, el instante, lo mágico, lo inefable.