Por Altagracia Pérez Pytel
Hay una fuerza que nos impulsa a escribir, que puede responder al apremio de manifestar nuestra visión de la belleza o a la necesidad de registrar una situación en particular. Este proceso que surge como cualquier actividad, como se le ocurre al ama de casa hacer un buen plato o al arquitecto, el plano para edificar la suntuosa infraestructura, se convierte en algunos seres en una necesidad recurrente, casi crónica.
Se podría deducir que esta necesidad deviene a partir de la efervescencia que generan ciertas ideas, o quizás a partir de ese efecto mágico que produce contemplar las palabras juntas, todas en coherencia gramatical y su correspondiente significación. Es ese “poder fabuloso, en cierto modo misterioso, contenido en esas leves celdillas sonoras de la palabra- como nos explica el poeta español Pedro Salinas.- Porque las palabras, las más grandes y significativas, encierran en sí una fuerza de expansión, una potencia irradiadora de mayor alcance que la fuerza física, incluso que una bomba”.
Nos encontramos uniendo palabras, ideas, en ocasiones a guisa de diario, retahíla de emociones, confesiones que no nos atrevemos a manifestar y tal vez, si nos esforzamos con el tiempo sean susceptibles de convertirse en creaciones artísticas. Pero plasmar ideas sobre el papel, en lenguaje ordinario o composiciones estéticas, es siempre un acto de la inteligencia, es un ejercicio de la razón, la capacidad única de los seres humanos de elucubrar sobre el existir, de lo que somos y necesitamos recrear o transformar y a partir de la cual hacemos uso de nuestra libertad interior, de discernir y apostar por lo que más nos atrae o conviene.
La necesidad de escribir, motivados no sabemos cómo, si por mágicas musas, ángeles, extraños resortes de nuestra conciencia creativa, nos aguijoneará en el mejor de los casos luego de la lectura de un buen libro. Algunas veces nos atrapará en el momento menos oportuno en una fiesta familiar, donde todos esperan se siga el curso convencional de la normalidad. A veces durante el tráfico, o cuando caminamos apresurados hacia el trabajo y desesperados entendemos que debemos hacer un „pare“ porque parece el momento más brillante de nuestras musas.
En los más disciplinados, sin lugar a dudas, será una reacción desencadenada, resultado de sistemáticos esfuerzos. Visto también, desde un enfoque romántico, diríamos que este impulso se despierta cuando la lluvia se desplaza sobre el tejado y una gota caprichosa resbala sobre el cristal y sensibilizados corremos hacia el papel. Porque escribir es muchas veces, un acto de emoción, y a través del contacto con la gente, y su dinámico discurrir encontramos gran parte del material que potenciará la producción. Pero escribe también el monje en retiro, en la soledad del claustro que es mucho más fecundo. Escribir es también una actividad del silencio y la gran obra -nos afirma los grandes maestros- se cultiva en absoluta soledad.
Somos impulsados a escribir y vienen a mi mente los posibles galardones, la notoriedad social que puede proveer este oficio, también los foros utilizados para dirimir asuntos personales más que ser vehículos de entes esclarecedores de la cultura; y pienso en las palabras del escritor argentino Ernesto Sábato que me recuerda siempre que el que escribe debe constituirse en una voz y es ahí precisamente donde estriba la importancia de este oficio; pues somos voces de una sensibilidad despertada, voces de nuestro entorno, voces de la memoria histórica de nuestras raíces, voces de los que no tienen voz ni rostro, voces ante las injusticias sociales y de los ultrajes morales, voces hasta de los que no están interesados en pensar.
Porque el que escribe debe estar alerta, y no ser indiferente ante la realidad que nos genera más preguntas que respuestas. Esta actividad muy pocas veces es remunerada por supuesto, en los que no trascienden mas allá de sus posibilidades. Los menos afortunados por este don, estaremos expuestos a mayores recompensas que la de poder rebelarnos, sin que nadie nos ponga cortapisas, en un mundo en el cual parecemos esfumarnos en una multiplicidad de seres.
En mi caso, pienso que tal vez los montes, las colinas asignadas al breve espacio que trasciende mi sombra, no adquieran mayor relieve a partir de ejecutar los movimientos que conduce mi pluma al escribir. Pero como estoy consciente de que, como todos voy a morir, me permito ejercer esa preciosa actividad, que me hace pensar que estoy viva, sobre todo despierta y fortalece mi resistencia a creer que ¨soy tan sólo polvo en el viento¨.